PREPARACIONES
Si en Bruselas mi formación profesional progresó abundantemente, en México crecí como ser humano. No solo descubrí el patrimonio cultural de varios pueblos originarios, sino que además reforcé dos de los valores que siempre, muy modestamente, he presumido de poseer: humildad y humanidad. Asimismo, consolidé mi profundo afecto por la diversidad cultural, la cual, desgraciadamente, está constantemente bajo amenaza por las ansias homogeneizadoras del capitalismo y por la intransigencia de los imperialistas lingüísticos, muy ruidosos en estos tiempos. No es ningún secreto que amo todos y cada unos los idiomas de nuestro planeta, suenen como suenen y se escriban como se escriban, aunque admito tener una enorme simpatía por lenguas minoritarias, entre las cuales el tzotzil. Disculpen por la discriminación.
Antes de aclarar qué es el tzotzil y que tiene que ver con toda esta historia, querría, como siempre, ir por partes y explicar cómo diablos, en medio de una pandemia, tuve la suerte de vivir en Chiapas, México, por tres meses y medio. Mi romance con esta parte del mundo empezó mientras estaba haciendo mi pasantía en Bélgica, en el marco de mi tercer semestre del máster Intercultural Studies. En Bruselas disfruté como un niño, pero, al mismo tiempo, tuve que lidiar con el estrés y la ansiedad, una bonita pareja de tocapelotas bien conocida por nuestra especie. Evidentemente, la presión de entregar a tiempo, y bien, todos mis proyectos me generó un cierto nerviosismo, pero nada irresoluble. Sin embargo, encontrar un tema y un lugar donde hacer mi tesis fue, esta sí, una gran pelea de desgaste físico-emocional, que alimentó, inevitablemente, al dúo mencionado anteriormente.
En ese sentido, pensé que la opción más factible sería quedarme en la UNPO, la Unrepresented Nations and Peoples Organization, y realizar una publicación conjunta que me sirviera para graduarme. De hecho, lo hablé incluso con Ralph, mi jefe, a quien la idea no le pareció para nada descabellada. Durante semanas, traté de convencerme de que no existía alternativa factible, pues la pandemia estaba en pleno auge y, consecuentemente, casi todas las fronteras del planeta tierra se hallaban selladas. Igualmente, además de enfermarme, me daba mucho miedo arriesgar y no conseguir ligar una buena colaboración. Sin embargo, en una típica noche lluviosa belga, tropecé con un artículo que hablaba sobre las universidades interculturales mexicanas, las cuales están dirigidas a fomentar la inclusión académica de los pueblos originarios del país, históricamente marginados, asesinados y despojados.
Insistiendo en el asunto, topé con la Universidad Intercultural de Chiapas (UNICH), ubicada en la famosa ciudad multiétnica de San Cristóbal de las Casas. Me llamó mucho la atención su filosofía de retomar los saberes originarios y revitalizar las lenguas autóctonas, muchas de las cuales están en grave peligro de extinción. Husmeando por su página web, encontré el correo de Domingo Meneses, profesor maya de la etnia chol y director del Centro de Revitalización y Estudio de las Lenguas de la misma institución. Sin dudarlo mucho, le escribí un correo exponiéndole mi situación y mis ganas de investigar los idiomas locales y las comunidades indígenas de Chiapas. Era perfecto. Además, por aquel entonces, México era, prácticamente, la única nación abierta a los extranjeros del planeta tierra.
Muy rápidamente, me contestó y me dijo que estaría encantado de ayudar en lo que pudiera y que, sin problema alguno, me aceptaría para hacer una estancia de investigación en la UNICH. ¡Bingo! Luego de varios mensajes, recibí una carta oficial por parte de la rectora, en la cual se especificaba que era más que bienvenido para hacer mi tesis en San Cristóbal. Durante las negociaciones, hubo un cambio de autoridades en la universidad, lo cual añadió un poco de suspense al proceso, pero, por fortuna, todo fluyó tranquilamente. Ya con todo atado, dejé mi bonito piso en Woluwe-Saint-Lambert, pasé unos días en familia en Sabadell y, en menos de lo que canta un gallo, me encontré, de nuevo, en el aeropuerto preparado para vivir en otro país. Estoy convencido de que mi estómago discrepará de la siguiente declaración, pero Chiapas es un lugar increíble.
MÉXICO
Y llegó el día. El 20 de enero de 2021, tras recibir mi test negativo de coronavirus, salí de casa rumbo al aeropuerto de Barcelona. Por primera vez en algunos años, cambiar de aires me provocó más incomodidad que emoción, básicamente por el temor a caer enfermo lejos de mi tierra y por el pánico a transmitir accidentalmente el maldito virus a los que serían mis nuevos coinquilinos en San Cristóbal. Antes de llegar a México, conseguí rentar una habitación en una casita ubicada en el corazón de la ciudad, el precio de la cual rondaba los 125 euros al mes. Andrea y Andrés, dos locales de Xalapa y Ciudad de México, me aceptaron muy amablemente en su hogar, luego de hacer una videoconferencia a través de Facebook. El viaje, como no, fue pesado, pero tuve la suerte de tener toda una fila para mí en el trayecto más largo, de modo que pude tumbarme sin pudor. Sin embargo, no fui tan afortunado con las vecinas de enfrente, pues para ellas cualquier excusa era excelente para quitarse el cubrebocas. Me molestó especialmente, dado que México no pedía ninguna PCR para entrar a los viajeros, de manera que dichas señoritas podían, perfectamente, ser positivas.
Después de varias escalas, por fin, aterré en Tuxtla Gutiérrez, la capital de Chiapas, desde donde agarré un colectivo que me dejó en San Cristóbal de las Casas. Una vez en casa, Andrea y Andrés me mostraron mi dormitorio y me sacaron a pasear un rato para enseñarme la ciudad. Me fascinó todo, creo, pero lo que más me impactó fue ver y escuchar la diversidad cultural de la zona. Chiapas tiene 13 lenguas reconocidas, la mayoría de las cuales pertenecientes a la familia maya. San Cristóbal, ubicada en las montañas, alberga una gran cantidad de población tzotzil, cuyos vestidos regionales llenan de color las calles de la urbe colonial. Su lengua, denominada del mismo modo, es hablada por más de 400.000 personas y se encuentra, de igual manera que sus homólogas, en serio riesgo de desaparición. Los primeros días los pasé vagando por el centro, tratando de entender el valor de los pesos mexicanos y comiendo aguacates.
A la semana siguiente, pude, por fin, ir a la UNICH. Domingo Meneses y su asistente Alberto me atendieron espléndidamente y me mostraron la universidad. Hablé también con las autoridades de la institución, quienes me prometieron un apoyo total a mi investigación. En ese sentido, me facilitaron un espacio donde poder trabajar, el cual estaba ubicado en el edificio principal. No negaré haberme sentido importante por tener una oficina, la verdad. Aquel mismo día me entregaron una tarjeta de estudiante para salir y entrar de las instalaciones, hice la primera entrevista y conocí a varios profesores, todos extremadamente amables y curiosos de saber los motivos de mi estancia académica. Mi primera impresión, sinceramente, fue magnífica, pues nunca hubiera podido imaginar un recibimiento tan cálido y atento. Fue una pena que, por culpa de la pandemia, los alumnos no estuvieran yendo a clases, pero uno no puede tenerlo todo.
Todo parecía ir viento en popa hasta que fui a comer a una taquería vegana. ERROR. San Cristóbal, sobre todo durante la época seca, es conocida por sus aguas poco potables, las cuales riegan las verduritas de la comarca. No solo es una obligación beber y hervir con agua filtrada, sino también desinfectar cuidadosamente todo lo que no se cueza en una cazuela. Creo que ese día, un viernes por la exactitud, cuando me aventuré a probar dicho manjar vegetal, los trabajadores no siguieron el protocolo y, consecuentemente, agarré una salmonela de campeonato. Tuve fiebre e inconvenientes estomacales durante casi una semana. Al inicio todo el mundo pensó que había contraído el coronavirus, pero un test de antígenos se encargó de confirmar que mi contratiempo era bacteriano. La cuestión del agua y, especialmente, el turismo despreocupado fueron los dos únicos aspectos negativos de mi estancia. No quiero entrar en detalle, pero me asqueó agudamente la actitud con la cual la gran mayoría de extranjeros se paseaba por la ciudad, sin ningún respeto hacia los locales ni la hacia pandemia que tantos estragos ha causado.

Durante los fines de semana, trataba de hacer algún tour organizado, con el fin de conocer un poco Chiapas. Visité los pueblos indígenas de Zinacantán y San Juan Chamula, el Cañón del Sumidero, los Lagos de Montebello, Palenque, Bonampak, Yaxchilan, Agua Azul y alguna que otra atracción acuática más como las cascadas de Misol-Ha y el Chiflón. Si bien fueron experiencias que difícilmente voy a olvidar, no las disfruté al máximo, pues todo el contexto de la pandemia me angustiaba bastante. Por ese motivo, durante los tres meses y medio de estadía, no salí mucho de casa ni tampoco hice amistades, más allá de Andrea y Andrés, mis camaradas de casa. En un momento dado, empecé a salir a correr con un grupo de gringos, pero su posición respecto al coronavirus y su nula predisposición a usar mascarilla en lugares cerrados me llevó a ejercitarme en solitario.
Básicamente, lo que hice fue centrarme en mi tesis y nada más. ¿Pero de qué trata exactamente tu investigación?, os preguntaréis. Pues mi trabajo giraba alrededor del impacto que tiene la UNICH en los jóvenes tzotziles de Zinacantán, un municipio cercano a San Cristóbal poblado en su mayoría por indígenas mayas. En ese sentido, hice 12 entrevistas a profesores y administrativos y 15 más a jóvenes y estudiantes de Zinacantán. Conseguir el material fue, sorprendentemente, fácil. Muy sencillo. Tal y como mencioné anteriormente, todas y cada una de las personas con las que me relacioné en el seno de la universidad cooperaron ofreciéndome siempre una sonrisa, una actitud que, difícilmente, hubiera encontrado en una escuela europea. En ese sentido, Domingo y Alberto merecen una mención especial, pues en todo momento estuvieron disponibles para responder a mis dudas. Gracias, de verdad.
Las semanas fueron pasando y, ya con mi estómago medio recuperado, fui a comer a varios restaurantes de la ciudad. Mi favorito, sin lugar a dudas, era uno llamado “El Tacoleto”, el cual ofrecía unos tacos espectaculares y unas quesadillas espléndidas. No soy un experto en gastronomía mexicana, por lo que mi experiencia se basa única y exclusivamente en mi paladar catalán, más acostumbrado al aceite extra virgen de oliva que al chile. Otra de mis pasiones, era, simplemente, dar paseos por la ciudad y observar a la gente. El centro estaba lleno de población de pueblos originarios vendiendo todo tipo de productos y alimentos. Muchos niños y niñas de dichas comunidades trabajaban de comerciantes en vez de ir a la escuela, una situación cuyos único culpables son el colonialismo y la pobreza, esta última muy extendida en las áreas periféricas de San Cristóbal y en Chiapas en general.
Me avergüenza mucho saber que mis antepasados usurparon sin miramientos las vidas de los habitantes originarios de América. Los exterminaron, destruyeron su bienestar, se quedaron con sus tierras y prohibieron sus lenguas. Además de clasificarlos por razas artificiales para justificar su explotación, les inculcaron la idea de que sus culturas y cosmovisiones eran inferiores a las europeas. También el conocimiento ancestral de los pueblos originarios fue invalidado, situación que sigue vigente hasta la actualidad. Las universidades interculturales, en ese sentido, son de vital importancia, pues cuestionan la hegemonía del saber occidental y defienden la validez de la sabiduría autóctona. En cualquier caso, algunos profesionales con los que hablé afirman que dichas instituciones todavía tienen un largo camino por recorrer, ya que, explican, al no ser autónomas, son funcionales al estado y no cuestionan suficientemente las estructuras actuales de poder capitaneadas por el capitalismo. Pero eso ya es otro debate.
Un ejemplo que ilustra perfectamente el sentido de las frases anteriores es la vergüenza con la cual no pocos estudiantes indígenas entran en la UNICH en referencia a su cultura. En las primeras semanas de clase, al ser preguntados por su lengua materna, muchos de ellos niegan hablar un idioma originario por la discriminación y la asociación que hacen de su habla con la pobreza. Los profesores, desde el minuto uno, tratan de contrarrestar este comprensible auto-odio insistiendo en el valor único de pertenecer a un pueblo originario. Lo que observé es que el citado esfuerzo da sus frutos, ya que, al graduarse, la mayoría de los alumnos declaran haberse reencontrado con sus raíces y sentirse orgullosos de su identidad.
HASTA LA PRÓXIMA, SAN CRIS
Por varios motivos ya tenía ganas de volver. Cinco años de cambios de país, de amigos y de domicilios, al final, pesan mucho. Si a todo esto le añades una pandemia, la situación se hace complicada. En cualquier caso, mi tiempo en México fue increíble y me llevo de este estado experiencias para toda la vida. Ver realidades muy distintas a las que estoy acostumbrado, como no, me ayudó a ser infinitamente más empático de lo que ya era, así como a relativizar algunas preocupaciones personales. En todos los sentidos, soy un afortunado, de eso no tengo ninguna duda. Pese haberme esforzado muchísimo en la vida, mi existencia ha sido insultantemente más plácida que la de cualquier chico o chica indígena. Me gustaría en un futuro poder ayudar a los que menos tienen, sobre todo en el campo de la educación y la diversidad cultural.
El 30 de abril, después de dejar mi habitación limpia como una patena, tomé un taxi y me dirigí a la parada de autobuses. Al cabo de una hora y media llegué al aeropuerto de Tuxtla, donde comí, por última vez, unos tacos. Nunca me había alimentado pagando tan poco en una terminal. Tampoco había tenido la oportunidad de vivir en una ciudad tan barata como San Cristóbal. Solamente Iași se le acercaría un poquito, pero aun así los costos en Rumanía eran significativamente más altos. Los vuelos se me hicieron larguísimos, pero, después de casi 20 horas de trayecto llegué a Catalunya, con ganas de descansar, comer verdura sin temor a represalias y con ansias de iniciar nuevos proyectos.
Gracias Andrés, Andrea, Domingo, Alberto y a toda la UNICH en general por haberme tratado con tanto cariño y por haberme enseñado cuan bonita, diversa y especial es vuestra tierra. Recomiendo a todo el mundo pasar un tiempo en Chiapas y a hacerlo sin miedo, pues nunca, y repito, nunca me sentí inseguro.