PREPARACIONES
Obtener EL VISADO no fue nada fácil, pero, después de un par de intentos frustrados, mi Work and Holiday fue aceptado en Italia. Decidí no partir enseguida, pues tenía ganas de deambular todavía un poco más por el país de la pizza y acompañar a Sara en su experiencia Erasmus rumana. Conseguí ahorrar unos cuantos billetes en Bologna, al mismo tiempo que aproveché para comer como un jabalí. No siempre uno tiene la oportunidad de vivir en una de las capitales gastronómicas del mundo.
Despedirse de Bologna fue duro, ya que, pese a no tener muchas amistades, creé unos lazos emotivos con la ciudad difíciles de expresar. Un par de semanas después de dejar Italia, volé hacia Iași, donde estuve prácticamente medio año viviendo una vida Erasmus sin ser estudiante. Allí, en la habitación de la residencia, compré el vuelo para Sydney. Como siempre, hice las cosas con prisa y, surprise surprise, me equivoqué con las fechas. Gracias a Dios, la compañía con la cual volaba fue bondadosa y conseguí, finalmente, subsanar el error.
Los días previos fueron bastante duros. Estaba aterrado, para que engañarnos. Volver a viajar completamente solo despertó en mí el vértigo de la incertidumbre: “¿I si sale mal?”, me preguntaba y repreguntaba. Al final, la curiosidad y la ilusión eclipsaron completamente al canguelo y, sin darme cuenta, me encontré, de un día para otro, facturando mi maleta veintequiloñera del Decathlon en el mostrador de Qatar Airways. Cinco copas de vino tinto y 30 horas más tarde, aterré en Sydney, ciudad de la cual no tardé en enamorarme. Pero mi romance con la metrópolis no surgió de la noche a la mañana. El primer beso, de hecho, se hizo de rogar, pero ya llegaremos a eso. La primera parada fue Mona Vale, una población costera a media hora en autobús de Sydeny, donde hice un voluntariado Workaway durante una semana.
AUSTRALIA
Viví y trabajé en casa de Frances y Rob, una pareja neozelandesa encantadora. Básicamente, mi función fue la de ayudar en su jardín. Hice de todo: desde cortar plantitas y arrancar malas hierbas, a construir un camino de piedras que serpenteaba las hectáreas de terreno frondoso. Allí, vi, por primera vez en mi vida, un canguro, un hito que recordaré eternamente. Mis cuatro horas de ajetreo diario fueron agradecidas con una amplia cama donde dormir y 3 comidas a base de ingredientes vegetarianos. Compartí voluntariado con una china y una malasia, pero optaron por no interactuar demasiado conmigo. Yo lo intenté, pero no cuajó.
Terminó mi experiencia en Mona Vale y volví a Sydney para recoger a Anna y Javi en el aeropuerto, dos increíbles personitas de mi ciudad, Sabadell. Vinieron a Australia para viajar conmigo durante prácticamente un mes e hicimos un recorrido de 2.500 km desde Cairns hasta la capital de New South Wales. Alquilamos una caravana, que nos trajo a lugares tan emblemáticos como el Daintree forest, Mission Beach, Arlie Beach, Brisbane y Byron Bay, entre otros muchos. De todos modos, las tres excursiones más relevantes fueron ver la Gran Barrera de Coral, las Islas Whitsundays y Fraser Island. La aventura nos maravilló con paisajes irreales, playas de ensueño, ciudades a la vanguardia y bosques de cuento. Si tengo que resumir en pocas palabras el viaje: cervezas, compinches, carretera y toda la naturaleza del mundo.
Cuando mis amigos volvieron a Catalunya, fue duro. Me sentí solo, abandonado a mi suerte. Por fortuna, encontré rápidamente un trabajo en un bar de carretera en el medio del desierto. Viajé a Mullaley, un pueblecito conocido por absolutamente nada y poblado por auténticos australianos, cuyo inglés era tan incomprensible como el euskera. La vida de los locales giraba alrededor de la crianza de ganado y el evento más importante de la semana era emborracharse cada viernes en el local donde trabajaba. No me adapté. Fue difícil aceptarlo, pero no era el lugar adecuado para mí. Me costaba entender su habla y no me sentía cómodo en medio de tanta cerveza. Dejé el trabajo y volví a Sydney, donde lo peor estaba por llegar.
Me instalé en un pequeño apartamento en el barrio de Chippendale, a escasos minutos a pie del CBD. Compartía habitación con un italiano, un brasilero y un colombiano, todos muy buena gente. Había otra cámara, donde un jordano y otro brasilero no hacían otra cosa que pedorrear como mofetas. El piso era medio ilegal, dado que 6 personas compartíamos un espacio apto para dos. Si uno quiere vivir barato, tiene que aceptar pisos patera. No hay mucho secreto. Una vez aposentado, tuve que poner de nuevo mis finanzas a flote, cada vez más mermadas. No fue difícil encontrar trabajo, pero tuve la mala suerte de tropezar con dos restaurantes gestionados por hijos de la gran fruta.
Mi primer trabajo de camarero en Sydney fue en una pizzeria, en Pots Point. Pizzeria Boccone, se llamaba. Estaba gestionada por una rumana, casada con el pizzero, que era napolitano. Yo hablo italiano perfectamente y chapurreo un poco de rumano. Pensé, equivocadamente, que mis habilidades lingüísticas me ayudarían a encajar bien en el equipo. Lo que pasó es que me trataron como a un perro, gritándome, insultándome y humillándome en medio de los clientes. No por culpa de mis prestaciones, sino por su necesidad de expulsar la amargura de sus miserables vidas. Hecho mierda, renuncié al trabajo y busqué con mucha cautela otro empleo en el mundo de restauración.
En vez de mejorar, mi situación empeoró. Me contrataron en el restaurante Milano Torino, propiedad del señor Dario, un turinés resentido que, además de amar las ilegalidades y los pagos en negro, tenía una predilección por maltratar a los empleados. Trabajé tres meses para él y cada día fue un infierno. Hacía más horas que un reloj, mal pagado y sirviendo solo en un comedor con una docena de mesas. Los gritos, las malas caras y los insultos eran constantes, pero el episodio que más me chocó fue cuando el propietario agredió físicamente al ayudante de cocina, a quién tenía aterrorizado. Me encaré en más de una ocasión con él y, antes de que llegaran las navidades, vendió el restaurante. Admito que trabajar en aquel antro me ha dejado cicatrices.
Todo lo que baja, sube, gracias a Dios. La coyuntura mejoró exponencialmente, cuando empecé a trabajar limpiando apartamentos para Scott, un australiano que me trató como si fuera su hijo, y cuando inicié a repartir comida para Uber Eats. Me divertí, conocí a mucha gente y crecí como persona. Asimismo, conseguí ahorrar bastante dinero, que, al fin y al cabo, era mi objetivo principal. Durante cuatro meses, compaginé los dos empleos y curré todos los días de la semana. Con Anderson, mi compañero de piso, pasábamos los días descubriendo la ciudad y visitando todos los restaurantes de Sydney con nuestras bicicletas eléctricas baratas. Fueron meses duros, cansados, pero me lo pasé bien.
A CASA OTRA VEZ
En marzo, decidí volver. Sara me esperaba en Italia y, luego de 8 meses separados, era importante reencontrarnos, para no complicar las cosas. Mucho a mi pesar, dejé Australia. Pese a un inicio desastroso, el país de los canguros me acogió divinamente y aprecié cada instante de mi vida allí. Es un país donde empezar una familia, sin ninguna duda, puesto que los salarios son más que competitivos, el clima es increíble y la gente super abierta. Sydney, además, es fantástica. Cuenta con rascacielos en el centro, casitas de barrio y parques en la periferia más inmediata y playas casi caribeñas en las zonas costeras. No me gustan las grandes ciudades, pero Sydney me robó el corazón.
Australia fue otro capítulo apasionante de mi vida, que nunca voy a olvidar. Crecí mucho como persona, aprendí a levantarme cuando más jodido estaba y me enseño que cuando uno trabaja duro la vida te recompensa.
24/06/2018